HOMEOPATÍA Y LITERATURA

En  una de sus famosas encuestas, Mark Twain preguntaba a todos los que tenía cerca si creían que escribir era bueno o malo, y por qué. Se quejaba de no recibir ninguna respuesta que lo convenciese. Finalmente le preguntó a su nodriza, una anciana de color, que le contestó: “Es muy bueno, niño Samuel[1], porque mientras escribes no andas por las tabernas.”

Las pretensiones de este trabajo no van mucho más lejos: los textos que traigo a colación no son el resultado de una investigación exhaustiva, sino producto del azar de la lectura o regalo de algún amigo; tampoco existe sistemática alguna para su análisis si no es la de intentar descubrir la perspectiva desde la que cada autor parece haber contemplado la homeopatía a la hora de utilizarla en su obra; mucho menos he pretendido extraer de dichos textos enseñanza alguna, aunque pudiesen tenerla. Recordando a la nodriza de Twain, me pregunto qué habría estado haciendo de no haber compuesto estas páginas, pero ésa, como todo el mundo sabe, es una pregunta sin respuesta.

Los escritores han practicado tradicionalmente la sátira contra la medicina en obras de distinto género, y ciertamente no sin éxito ya que algunas de esas piezas son auténticas obras maestras, tanto por lo divertidas como por lo certeras que llegan a ser.

El conocimiento de la medicina, del que muchos literatos suelen hacer gala, se debe sin duda a su conocida tendencia a la hipocondría, que los convierte, si no se despabilan con presteza, en víctimas ideales del  pruritus calami que desde hace varios siglos, y más en los dos últimos, reina sin restricción entre los médicos de todo Occidente.

Suele ocurrir que el escritor inadvertido, tan pronto como empieza a sentir los estragos de la angustia en los albores de la edad adulta, se apresura a consultar con un afamado galeno. El jovencito acude convencido de que el tal lo curará de sus trastornos y lo librará de una muerte que él ya imagina próxima. Su fe inquebrantable no es gratuita, sino que se basa en hechos probados: un médico como ése le curó el sarampión, la varicela y las paperas. ¿No es cierto que él se halla aquí vivo y coleando? (en este momento, se pregunta: “Dios mío, ¿por cuánto tiempo?”), Pues si está aquí es porque no murió de varicela, y ello se debe a que fue curado por un médico. Ahora se repetirá el milagro y él quedará libre de su angustia.

En esta magnífica disposición, arriba nuestro juglar ante el conspicuo galeno que él imagina –infantiles remembranzas- como el más comprensivo, benevolente y paternal de los hombres.

Ahorraré al lector el relato de la consulta, aunque creo que no le sorprenderá saber que nuestro escritor se sintió decepcionado. Claro que esta decepción no fue nada si la comparamos con la que resultó después de comprobar la operación que hizo en su organismo la  pócima que le fue prescrita.

Entre una y muchas consultas de esta clase, dependiendo de lo despierto que sea el sujeto, suelen bastar para que el joven plumífero cure de su hipocondría y se vea aquejado de una fuerte aversión a los médicos, que durará ya toda su vida, la cual, tal vez por esto mismo, puede llegar a ser larga y saludable. La consecuencia de lo anterior ha sido un número incontable de sátiras contra la medicina.

Pero los escritores también han abordado nuestro arte desde otras perspectivas, pulsando todos los registros que van desde la ya mencionada sátira a la apología, de la que los médicos, huérfanos funcionales de nuestras queridas abuelas, no necesitamos en absoluto.

La homeopatía no es excepción a la regla: también ha sido ensalzada, vituperada y ridiculizada; pero además, y esto es algo peculiar, ha sido utilizada por algunos novelistas, desligada de cualquier juicio, como elemento decorativo o constructivo  en sus relatos.

Tal es el caso de Twain en Un yanqui en la corte del rey Arturo: “Un día estaba discutiendo estos planes con Clarence, cuando llegó Elisenda corriendo y dando gritos de angustia. Me levanté, la cogí en mis brazos y, después de acariciarla cariñosamente, le pregunté:

-¿Qué pasa, querida? ¿Qué ocurre? Habla…

Reclinó la cabeza en uno de mis hombros y murmuró casi imperceptiblemente:

-¡Hallo-Central!

-¡Aprisa! –le ordené a Calrence- ¡Telefonea al homeópata del rey que venga en seguida![2]

Podría decirse que el autor se vale de la mención al homeópata, signo de modernidad en la época, junto con el teléfono, para acentuar el contraste de épocas y culturas recogidas en la novela.

Isabel Allende destina nuestros gránulos a una caótica enumeración de objetos, todos ellos evocadores, en la búsqueda poética e intimista de un tiempo interior:

“Su hermana Férula le enviaba desde la capital los libros que le encargaba. Era literatura práctica. Con ellos aprendió a poner inyecciones, colocándoselas en las piernas, y fabricó una radio a galena. Gastó sus primeras ganancias en comprar telas rústicas, una máquina de coser, una caja de píldoras homeopática con su manual de instrucciones, una enciclopedia y un cargamento de silabarios, cuadernos y lápices.[3]

Un poco más adelante, en el mismo texto, las píldoras homeopáticas justificarán su presencia en la novela:

“Fue entonces cuando Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan el hambre en los árboles. Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escrutando los cambios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calmantes y baños tibios, y Esteban recurrió a la antigua cajita de píldoras homeopáticas para tranquilizarla, pero los sueños continuaron.

-¡La tierra va a temblar!- decía Clara, cada vez más pálida y agitada.

-¡Siempre tiembla, Clara, por Dios!- respondía Esteban.

-Esta vez será diferente. Habrá diez mil muertos.

-No hay tanta gente en todo el país- se burlaba él.

Comenzó el cataclismo a las cuatro de la madrugada.[4]

No sabe uno si atribuir el fracaso de las “píldoras homeopáticas” a la ausencia de un médico que las prescribiera o a la fuerza inexorable del destino.

El inigualable García Márquez también incluye la homeopatía como elemento indispensable de oníricos inventarios:

“Todo el mundo sabía que era él quien se deslizaba como un prófugo del atardecer, por las puertas de servicio de la casa presidencial, atravesaba las cocinas y desaparecía entre el humo de las bostas de las habitaciones privadas hasta mañana a las cuatro, reina, hasta todos los días en la misma hora en que llegaba a la casa de Manuela Sánchez, cargado de tantos regalos insólitos que habían tenido que apoderarse de las casas vecinas y derribar las paredes medianeras para tener dónde ponerlos, así que la sala original quedó convertida en un galpón inmenso y sombrío, donde había incontables relojes de todas las épocas, había toda clase de gramófonos, desde los  primitivos de cilindro hasta los de diafragma de espejo, había numerosas máquinas de coser de manivela, de pedal, de motor, dormitorios enteros de galvanómetros, boticas homeopáticas, cajas de música, aparatos de ilusiones ópticas…[5]

Inventarios que a veces adquieren tintes de horripilación:

“… y estaba en cambio donde menos los habíamos buscado, en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo, la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años, último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical, muerto según certificado adjunto, el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil, la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata, muerto,, según certificado adjunto, en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria, la cabeza de Eliecer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto, según certificado adjunto, a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina…[6]

En Cien años de soledad, García Márquez hace intervenir la homeopatía más extensamente en la acción utilizando la figura del falso homeópata, doctor Alirio Noguera, cuyas actividades médico-intrusas sirven para encubrir una conspiración anarquista. Es interesante notar que el autor describe las medicinas del falso homeópata como “un botiquín de globulitos sin sabor” a pesar de que más adelante los caracteriza como “glóbulos de azúcar”. Como preferimos una interpretación a un despiste, pensaremos que con la falta de sabor de aquellos glóbulos, García Márquez quiere dar a entender su falsedad como remedios homeopáticos.

En otros casos se trata de conferir prestigio y modernidad al personaje poniendo en sus labios conceptos que, aunque traídos en buena parte de la antigüedad clásica, se parecen sorprendentemente a los homeopáticos. Así, las palabras que Graves[7] hace decir a Herodes, el cual recomienda a Claudio utilizar los servicios de un médico griego “verdaderamente bueno”, llamado Jenofonte de Cos[8]. Así lo pondera:

“Usa el lema del gran Asclepíades[9]. Cura rápidamente, con seguridad y en forma agradable. Nada de violentas purgas y eméticos. A mí me curó una violenta fiebre con un destilado de hojas de un arbusto de flores purpúreas, llamado acónito, y luego me restableció en general con consejos sobre alimentación y demás.”

Más adelante, el autor da al propio Jenofonte la ocasión de explicar su método:

“En Cos, clasificamos las enfermedades por sus remedios, que son en su mayor parte hierbas la cuales, si se las come en grandes cantidades producen precisamente los síntomas que curan cuando se las ingiere en cantidades moderadas. De tal manera, si un chico humedece la cama después de la edad de tres o cuatro años, y si muestra cierta clase de cretinismo vinculado con el humedecimiento de la cama, decimos: ese chico tiene la enfermedad del amargón. El amargón, comido en grandes cantidades, produce esos síntomas, y una decocción del amargón los cura.”

Es de destacar la curiosa hibridación que Graves hace en la persona del médico “verdaderamente bueno”: junto a estos conceptos homeopáticos e higiénicos, encontramos a un hombre positivista, ateo, imperativo en sus maneras. He aquí un poco de la consulta:

“..habló seca y lacónicamente, y se atuvo estrictamente a la cuestión.

–Tu pulso, gracias. Tu lengua, gracias. Perdóname –me volvió los párpados hacia arriba-. Los ojos, un tanto inflamados, pero eso se puede curar (…) ¡Desnúdate! –ordenó. Me desnudé- Comes demasiado y bebes demasiado. Debes terminar con eso.”

Claro que, junto a esto,  nuestro médico exhibe una habilidad –la clarividencia- muy apreciada por ciertos homeópatas:

“Me formuló unas cuantas preguntas más íntimas, y siempre en forma que demostraba que conocía la respuesta y que no hacía más que confirmarla por mi boca, por rutina.

-Por supuesto, de noche babeas sobre la almohada –convine, con vergüenza, que así era.

-¿Accesos de cólera repentina? ¿Contracciones  involuntarias de los músculos faciales? ¿Balbuceas cuando te sientes turbado? ¿Debilidad ocasional de la vejiga? ¿Accesos de afasia? ¿Rigidez de los músculos de modo que a menudo te despiertas con el cuerpo frío y envarado, incluso en noches tibias?

Hasta me habló de las cosas con las cuales soñaba.”

Tampoco le falta al doctor un complaciente regocijo en la verdad sencilla que sólo él conoce. Así, Claudio le pregunta:

“-¿Qué es este remedio? ¿Es difícil conseguirlo? ¿Tendré que mandar a buscarlo a Egipto o a la India?

Jenofonte se permitió una risita cascada:

-No, ni siquiera más lejos que al erial más cercano (…) Un típico caso de brionia.”

Como la tentación era grande, cedí a ella y me convertí a mi vez en homeópata de Claudio. Elegí los síntomas: cólera súbita; lenguaje balbuceante; vejiga, debilidad del esfínter; cara, contorsión;  salivación de noche durmiendo; inflamación de los párpados; extremidades, rigidez por la mañana, rigidez después de dormir, rigidez al despertar, frialdad por la mañana;  espalda, frialdad al despertar, frialdad por la mañana al despertar. Repertoricé el caso, y ni por asomo: cualquier parecido con brionia es pura coincidencia.

Pese a lo cual, Claudio sanó: “Y bien, la brionia me curó. Por primera vez en mi vida supe lo que era sentirse verdaderamente bien.”

Pacientes así hacen la felicidad de sus médicos.

Pío Baroja cita a menudo la homeopatía a lo largo de su extensa obra. Un tío segundo por parte de madre, Justo Goñi, era médico homeópata. Don Pío, médico también, no nos ahorra la burla ni siquiera por respeto a su tío:

“La alopatía amorosa está basada en la neutralización. Los contrarios se curan con los contrarios (…) Éste es el procedimiento de los tímidos, que desconfían de sí mismos.

El otro procedimiento es el homeopático. Los semejantes se curan con los semejantes. Éste es el sistema de los satisfechos con su físico.[10]

Y en Las inquietudes de Shanti Andía[11]:

“El doctor Cornelius curaba por la Homeopatía, procedimiento que el llamaba el sistema de l’Homme du Coq (el sistema del Hombre del Gallo). No comprendía el por qué de la frase hasta que él mismo me dijo que la Homeopatía la había inventado un señor Hahnemann, que en alemán quiere decir el Hombre del Gallo.

Constantemente repetía un latinajo que, si no recuerdo mal, era similia similibus curantur, lo que yo, en verdad, no sé qué quiere decir; pero cuando algún marinero se quejaba al capitán de una paliza, él le aconsejaba que le diera otra; si se quejaba de falta de dinero, que le quitase el sueldo. Siempre con el sistema del Hombre del Gallo.”

En algunos casos, la broma puede llegar a un regocijante encarnizamiento, que muy a menudo gira en torno a asunto de las dosis pequeñas, lo que demuestra fehacientemente lo materialistas que pueden llegar a ser los escritores. Veamos el divertidísimo despropósito del padre Coloma:

“Un doctor alemán dijo que Su Majestad corría grave riesgo de su vida si no diluía tres glóbulos de “pulsatila” en una tinaja de agua, y tomaba cada siete años una dosis en el rabo de una cuchara; porque era a su juicio aquella enfermedad el terrible “schemarawol”, que se apodera en Sajonia de todo el que no quiere trabajar.[12]

Claro que esto no es nada si lo comparamos con la disparatada parodia de Carroll, de la que el lector podrá disfrutar en el grabado adjunto, y cuyos bocadillos traduzco más abajo en beneficio de los no angloleyentes:

 

Los peligros de la homeopatía

Una dieta homeopática

1-Por favor, dice la cocinera que solamente queda una millonésima de onza de pan, y que tiene que guardar para la semana que viene.

2-Vaya y encargue una trillonésima más  en la panadería.

3-¿Qué has dicho, querida? ¿Una milésima de millonésima de átomo?

4-Mucho me temo que aquí hay más de media partícula de cerveza. Si es así, no debería bebérmela…

5-Tengo que conseguir unas gafas más potentes. Ésta es la segunda vez que no veo una nonillonésima.

6-¡Mamá! ¿Debería Sofía tomar otra molécula? He visto claramente la última que se tomó.”

El dibujo iba acompañado del siguiente comentario:

 

LA COLECCIÓN VERNON

“Magro condumio”

 

“Hemos tenido una fortuna poco común con nuestro segundo grabado de la Colección Vernon. Como bien apreciarán nuestros lectores, la imagen pretende advertir de los males de la Homeopatía, idea que aparece viva en todo el cuadro. La menguada dama que preside la mesa representa un logro del mejor estilo del pintor; y casi se nos antoja distinguir en la mirada de la segunda la sospecha latente de que la falta no reside en realidad en sus anteojos y de que, más bien, su compañero le ha servido NADA en lugar de una nonillonésima. Es obvio que éste, a su vez, tiene en la mano un vaso vacío. Las niñas que le dan frente están soberbiamente logradas; no menos el semblante del fámulo, quien diríase que goza enormemente de la infausta nueva que le cabe portar o de la ira de su señora. La alfombra es, a no dudar, una muestra extraordinaria del elaborado y exquisito trazo que caracteriza el arte del Sr. Herring, quien por él goza de merecida fama, como da fe esta, una de sus mejores obras. [13]

Aquéllos que solicitan de su médico una “dieta homeopática” harían bien en reflexionar sobre lo anterior.

Pero, puestos a hacer una divertida caricatura del médico homeópata, nada iguala la descripción que de un tal hace don Ramón de Mesonero Romanos en el relato Una noche en vela, que se incluye en sus Escenas matritenses. Cuenta los pormenores y circunstancias de una consulta médica, y no ahorra tósigo el autor a ninguna de las escuelas en boga. Abordamos el relato en el momento en que cuatro médicos de distintas tendencias van llegando a la casa del moribundo para una consulta. Voilá l’homéopathe:

“El cuarto carruaje, en fin, el tilbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un sí es no de gravedad científica y de profunda reflexión, que no decía bien con el complicado nudo de su corbata, si bien su mirar profundo y animado daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.”

Más adelante, los cuatro médicos discuten el posible origen de las enfermedades y el mejor método de tratarlas. Después de haber oído a los seguidores de Brown, de Broussais y de Le Roy, entra en escena nuestro comprofesor:

“Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros, si al mismo tiempo no hubiera querido consignar con la palabra, exponiendo científicamente los errores de todos los sistemas anteriores y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él, como joven, se hallaba naturalmente inclinado; esto es, la medicina homeopática del doctor Hahnemann. Aquí soltó el viejo una carcajada y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si, como decía Talleyrand, acostumbraba a cortar la pierna buena para curar la mala, con otras sandeces, que irritaron la bilis del homeopático, y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio.”

Y he aquí el tratamiento indicado por los cuatro sabios, que no me resisto a transcribir por completo:

“Declarado el punto suficientemente discutido respecto al diagnóstico y al pronóstico, vinieron, por fin, a proponer la curación; y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron: el brownista un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos, pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y de que se debía hacer precisamente en la botica de la calle de…, y entretanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar; el alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo, no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada o un azucarillo. El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena disuelto en tinaja y media de agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el Hospital de Meckelembourg Strelitz. El empírico, en fin,  propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando solamente de dos en dos horas catorce cucharadas de vomi-toni-purgui-velocífero Le Roy (…) Por último, viendo que ya era pasada la hora y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia (…) marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.”[14]

Con muchos menos enfermos reclamándolo, debe, no obstante, hacer lo propio el que esto glosa. Y mientras me dirijo a mis graves ocupaciones, no evitaré una sonrisa de gratitud para los maestros de la literatura que nos hicieron el honor de ocuparse de nuestro modesto quehacer. Me pregunto si ellos sabían, mientras redactaban sus sátiras, que seríamos los propios aludidos los que más nos íbamos a divertir con su lectura. Tal vez no. A lo mejor, los escritores no son esos tipos tan listos que ellos desean mostrarnos que son. A lo mejor pensaban que nos íbamos a enfadar.



[1] El verdadero nombre de Mark Twain era Samuel Langhorne Clemens.

[2] Ed. Mateu. Barcelona, sin fecha. Trad. Víctor Scholtz.

[3] Isabel Allende. La casa de los espíritus. Círculo de lectores, Barcelona, 1983.

[4] Isabel Allende, op. cit.

[5] El otoño del patriarca. Ediciones G.P. Barcelona, 1980.

[6] Gabriel García Márquez, op. cit.

[7] Robert Graves. Claudio el dios y su esposa Mesalina.

[8] Jenofonte de Cos se convirtió de hecho en el médico de Claudio y es uno de los sospechosos de su envenenamiento en el año 54.

[9] Se refiere sin duda Graves a Asclepíades de Bitina, médico griego un siglo anterior a Jenofonte de Cos. Asclepíades se opuso a las ideas de Hipócrates, negando que la Naturaleza fuese tan sabia y capaz de curar como los hipocráticos afirmaban, lo que contribuyó a dar más protagonismo a la acción de médico. Asimismo, se adhirió al “cito, tuto et jucunde” como propósito terapéutico. En ambas ideas coincide con Hahnemann (o Hahnemann con él). Pese a todo, como buen asclepíades, recurrió a las medidas higiénicas recomendadas por Hipócrates, aunque también a los enemas, las sangrías y los eméticos. No nos consta que aplicase sus remedios con criterio homeopático como parece desprenderse del texto de Graves un poco más adelante.

[10] El árbol de la ciencia.

[11] Ed. Cátedra. Madrid, 1980.

[12] La camisa del hombre feliz.

[13] Lewis Carroll. El paraguas de la rectoría. Ediciones El Cotal. Barcelona, 1979. Carroll era hijo de un clérigo. El paraguas de la rectoría recoge las revistillas del mismo nombre que Carroll, siendo aún casi un niño, dibujaba, escribía y editaba a mano, y luego colocaba en la rectoría para que los feligreses de su padre pudiesen leerlas.

[14] Ramón de Mesonero Romanos publicó este cuadro de costumbres entre 1837 y 1839, probablemente en el Semanario Pintoresco, que dirigía por esa época. Hoy se incluye, como ya hemos mencionado, en sus Escenas Matritenses. Durante los años 1833 y 1834, había viajado mucho por España, Francia e Inglaterra. Regresó en julio de 1834 para asistir a la muerte de su madre, víctima de la epidemia de cólera que asoló Madrid y que estuvo a punto de matarlo a él también, pues fue desahuciado por los médicos. Es lógico pensar que esta sátira esté basada en su propia experiencia.

Doctor Emilio Morales

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2 comentarios en “HOMEOPATÍA Y LITERATURA

  1. Me encantó este post hablando sobre la Literatura y la Homeopatía. Yo misma tengo algunos poemas que mencionan algunos remedios homeopáticos. Le dejo el nombre de un libro que le va a ser de muy agradable lectura. Para mí, uno de los mejores que se ha escrito: Palinuro de México, de Fernando del Paso. Y por si quiere conocer uno de mis poemas que habla del Rododendro, le dejo un link: http://duchadeheroes.blogspot.com.ar/2007/10/hoy-tormenta.html.

    • Los milagros positivos de esta cosa horrible del progreso tecnológico. Contradicciones. Contactos. Los dioses que, a pesar de todo, nos protegen. Me encantó su poema. Si lo desea, podría publicar sus poemas homeopáticos en mi blog. Si lo desea, le puedo enviar un libro de poemas homeopáticos. Más en tono menor, pero… En fin, saludos cordiales.

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