Como cada año, me he puesto a escribir una felicitación para mis amigos y he aquí que mi otrora notable facilidad para juntar letras ha desaparecido. Diagnóstico: las musas me han abandonado. De libro. Las he buscado por toda la casa y después de un buen rato he logrado verlas, lo cual no resulta fácil porque son medio transparentes, en un rincón de mi estudio. Estaban amontonadas, apretadas unas contra otras. No he podido precisar exactamente cuántas eran, pero allí estaban, con ojos de espanto y mascarillas. Sus gestos me indicaban que no me acercase, así que me fui al otro extremo de la habitación. Estaban muy asustadas. Les expliqué que ellas, como espíritus numinosos que son, no pueden enfermar. Entonces me han hecho saber que en realidad temen contagiarme a mí. Al argumentar yo que no pueden contagiarme porque están sanas, me han dicho que si no me he enterado de que los sanos también contagian. ¡Lo que nos faltaba! Ahora hasta las musas ven la tele.
Un poco desanimado, fui a la cocina y le di un buen trago a mi preparación de dióxido de cloro. Volví al estudio con la botella y les ofrecí el remedio a las musas. “No, gracias, me dijeron, todo lo que bebemos se cae al suelo”. “Vale, respondí, pero al menos podríais recomendárselo a las personas, porque este preparado es útil contra un montón de patógenos reales o quiméricos”. Se quedaron en silencio y a mí me pareció oír un leve cuchicheo entre ellas. Al cabo, una dijo compungida: “Nosotras somos quiméricas”. Y era cierto, pero no es lo mismo para los virus. ¿Cómo se lo explicas a un montón de musas asustadas? Renuncié a la explicación. Si mis musas no sabían que las palabras pueden tener distinto significado dependiendo del contexto, apaga y vámonos.
Les aseguré que si no me inspiraban algo alegre, maravilloso y positivo para felicitar a mis amigos podían darse por despedidas. Esto lo dije sólo para hacerlas reaccionar, porque, ¿qué iba a hacer yo sin ellas? Si no son muy brillantes, y no lo son, al menos dan un poco de compañía.
Aquí enarbolé el teclado decidido a crear, con musas o sin musas, un texto navideño digno de tal nombre. Apenas había completado el segundo renglón, cuando me di cuenta de que iba a ser sin musas. En el tercero, estaba bloqueado, ya sabéis: nada de nada. Me puse a rezongar, a gimotear y a protestar.
“Vamos hombre, no te pongas así. Yo te inspiro”. Era una musa que, alarmada por mi deplorable estado de ánimo, se había atrevido a acercarse y trataba de consolarme. “Escribe, que yo te iré diciendo”.
Volví a aporrear las teclas:
Aciago año este 2020. Hemos conocido una versión del mundo inaudita y desconsolada. El mal y la perversidad parecen haberse apoderado del alma de millones de personas. Los grandes valores que considerábamos el espíritu central de nuestra civilización están colapsando. Se nos dice que ya jamás recobraremos nuestro modo de vivir tradicional y, a cambio, se nos ofrece y se nos anuncia un mundo obsesivo lleno de controles, un mundo despótico en el cual lo que hasta ahora era bueno, razonable o natural será proscrito. Todo lo que siempre hemos sido naufragará y se diluirá en un nuevo orden regido por oscuros designios eugenistas. La mayor parte de la humanidad será privada de todos sus derechos, incluso del mero derecho a seguir vivo, a beneficio de un grupo de privilegiados que regirán el mundo. Ya no se celebrará la Navidad: habrá una fiesta trimestral de la Madre Tierra Ecológica coincidiendo con los cambios de estación. En tales ocasiones, se premiará a aquellos que hayan observado una buena conducta, autorizándolos a abandonar temporalmente sus confinamientos habituales para dar un paseo por zonas verdes convenientemente acotadas. Eso sí: con la obligatoria mascarilla.
La Naturaleza, feraz, esplendorosa, salvaje, cuidada puntualmente por mano de obra esclava o por robots sostenibles, será para el exclusivo disfrute de las élites, porque ellos detentan una superioridad genética gracias a la cual, por medio de la selección natural, habrán logrado sobrevivir e imponerse a los demás.
En ese momento, otra de las musas del rincón se adelantó y pidió la palabra: “Yo prefiero verlo de otra manera. ¡Escribe!”
Obedecí sin rechistar:
Lo que tenemos que hacer es acabar con esos cabrones que quieren dominarnos.
Aquí intervino una tercera musa:
La situación es difícil, pero ofuscarse no conduce a ninguna parte. Lo que procede es resistir, negarse sistemáticamente a todas sus propuestas, hablar a los demás para que despierten y vean lo que ocurre, denunciar los planes y las mentiras de que somos víctimas. Nuestros enemigos tienen en exclusiva los medios de comunicación, la sanidad, la seguridad. Nosotros debemos implementar nuestros propios recursos. Para eso, tenemos que ser muchos y estar unidos. Necesitamos difundir como sea, alcanzar la masa crítica.
Otra musa pidió tímidamente la palabra:
Si celebramos la Navidad no es para comer polvorones, sino para recordar el nacimiento de aquel niño cuya misión fue la de predicar un amor incondicional, el amor por antonomasia. Al mal que nos amenaza y nos asfixia, sólo podemos oponerle el bien. Y la suprema manifestación del bien es el amor. “Amaos los unos a los otros”, dijo el maestro Jesús. ¿Le hemos hecho caso? Algunos tal vez sí. Sea como fuere, su mensaje ha viajado a través de más de veinte siglos y sigue ahí: amaos los unos a los otros. ¿Será el amor, ese nuevo mandamiento de Jesús, la solución que estamos buscando tan desesperadamente?
Me gustó tanto la propuesta de la última musa, que fui al frigorífico, saqué una botella de champán, volví al estudio y la descorché. Brindé por el amor incondicional y por todos vosotros, mis amigos. Una y otra vez. Cuando vine a darme cuenta, la botella estaba vacía. Pero estoy seguro de que las musas también bebieron porque, cuando me desperté, había champán derramado por el suelo.
© Emilio Morales Prado