Este año hemos tenido que lamentar la muerte de un viejo amigo. Músico, médico homeópata, pensador de la medicina. Nos conocíamos desde el segundo año de carrera y, a pesar de nuestros profundos desacuerdos en casi todos los asuntos de la vida, nuestra coincidencia era total en cuanto a medicina y antropología médica. Por eso nos gustaba charlar sobre tales temas y procurábamos, yo al menos lo procuraba, que nuestras conversaciones no derivasen por derroteros éticos, estéticos o políticos porque en tales aguas estaban aseguradas las tormentas.
Por eso, quiero dedicar a la memoria de Marcos Mantero lo que a continuación pretendo compartir con vosotros. Como testimonio de unas ideas comunes, unas ideas fecundas cuyas últimas consecuencias hoy ni siquiera podemos vislumbrar, pero cuyas profundas raíces forman parte de la más elemental urdimbre de lo humano.
Hahnemann viene a decirnos que lo nuclear de la enfermedad se manifiesta en una alteración de las sensaciones y de las funciones. Estos son dos conceptos íntimamente relacionados, siendo el segundo inmediatamente reductible al primero, desde el momento en que lo que da cuenta de una función alterada es una sensación alterada, es decir, una sensación. Sensaciones de toda índole aperciben al sujeto de las desviaciones de la normalidad que experimenta el organismo. Por un lado están las procedentes de los cinco sentidos externos: dolor, prurito, trastornos visuales, auditivos, etc. Por su parte, la sensibilidad interna proporciona sensaciones de más calado en forma de fantasías, atracciones y aversiones de todo tipo, etc. Nos encontramos en cada caso de enfermedad con un conjunto de sensaciones alteradas que en homeopatía constituyen lo más relevante de la enfermedad. Finalmente, todo lo anterior configura una sensación global que viene a ser, ni más ni menos, la enfermedad.
Y la salud, un bien tan escaso en los tiempos que corren, es asimismo una sensación: la exultante sensación de estar vivo que nos catapulta más allá de los límites del propio ser. Felicidad, placer y, por encima de todo, alegría, es decir, expansión. La capacidad de que tu vida, tu sensación de vida, se inmiscuya y se funda con todo lo vivo, o sea, con todo. Sé que, en mayor o menor grado, lo habéis experimentado alguna vez, así que ya sabéis cual es la sensación de salud. La tenéis registrada y por lo tanto os pertenece. Todo lo demás es enfermedad, con sus infinitos grados y matices: el descontento, el ligero malestar, la enfermedad (así llamada) y de ahí en adelante todo el terror que describen los libros de medicina y que algunos médicos desgranan con fruición.
Y así como la salud y la alegría que conlleva no han merecido descripciones y clasificaciones por parte de la ciencia moderna, la enfermedad y su cohorte de dolor, angustia y miedo han sido estudiadas con todo detalle y la medicina nos describe paso a paso la etiología, la patogenia y el pronóstico de cada una de ellas.
Pero en última instancia, en el fondo de nuestro ser, lo único que hay de real y de tangible es una sensación que no puede ser explicada por la etiología ni por los mecanismos fisiopatológicos.
¿Existe, más allá de lo que conocemos como “tratamientos”, algún modo de curación? Así lo creo. Y es tan sencillo como recordar aquél momento o aquellos momentos de salud, aquellas experiencias que nos pertenecen para siempre. Pero no se trata de hacer memoria, sino de sentir. Se trata de aferrarse a la mera sensación de estar sano, revivir la infinita y placentera expansión que produjo en nosotros y perseverar en la misma, con toda la calma y toda la convicción del que sabe que está donde debe estar, en el único lugar y tiempo posibles: aquí y ahora.
Ese es mi mejor deseo de Navidad para todos nosotros: salud en el más profundo y maravilloso sentido de la palabra.